Mirá cómo nos ponemos…
La velocidad con la que surgen las consignas, los “hashtag”, los titulares, a veces resulta abrumadora. La reacción toma el lugar de la reflexión y a veces lo que queda después que se va la espuma es solo resaca y no cambio.
Como pasa cada vez más seguido a medida que uno crece (eufemismo para envejece, después de cierta edad), se aprende mucho de los más jóvenes, si se los escucha.
Cuando las campañas contra el acoso callejero comenzaron, las jóvenes de mi familia empezaron a educarnos. Y yo las miraba con simpatía, pero en el fondo pensaba: ¿por qué “eligen” sentirse vulnerables?, ¿por qué “dejan” que el acoso de un imbécil las afecte? Porque, ahora veo que, como una herramienta de supervivencia tal vez, siempre pensé que no podían dañarte si no lo permitías. Tal vez eso era lo que me dejaba caminar por la calle sintiéndome la mujer biónica, darme vuelta y doblar de una patada a un viejo asqueroso sin permitir que la mano que me había tocado el culo tocara mi alma. Tal vez eso era lo que me hacía sentir que era yo la que mandaba sobre mi cuerpo, sobre mis ganas. Pero, cuando una vuelve a visitar su vida se da cuenta de más que una herramienta que funcionó, lo que una tuvo fue suerte. Suerte de no tener un tío degenerado, un jefe abusador, un compañero violento, un desconocido en un baldío, un ex amigo a la salida de un baile… Suerte que muchas otras no tienen ni han tenido. Y vuelvo y me doy cuenta de que no era yo la que tenía que aprender, con 12 años, a manejar la mirada lasciva de un tipo sobre mis senos; ni era yo la que tenia que bajar una parada antes para no quedar última en el ómnibus; ni era yo la que tenía que evitar que algún amable pajero de esos que viajan en el transporte colectivo, se apoyara sobre mi. No era yo la que debía adaptarse, eran ellos.
Y en estos días hablamos de otra cosa, hablamos de la realidad de muchas mujeres, niñas, jóvenes, adultas, que han sufrido no solo el acoso verbal sino la violencia física y emocional de la violación. Una violencia que inicialmente ejerce el violador pero que cuenta con la colaboración de la sociedad cuando somete a la víctima a todos los escrutinios posibles y la carga con todos los perjuicios y prejuicios de la duda. Dicen: ¿por qué denuncia ahora? Y lo dicen como si vivieran en Marte, como si no supieran que recién ahora las mujeres empiezan a sentir que, si denuncian, alguien podría creerles. Lo dicen como si no hubieran vivido en un mundo donde violadores públicos y notorios han sido presidentes, Premios Nobeles, ganadores de Oscars y todos tan contentos. Lo dicen en un mundo en el que hasta hace poco muchos no entendían que puede haber violación aún dentro del matrimonio y consideraban el encuentro sexual como un deber conyugal. Lo dicen como si no conocieran historias, aunque sea de oídas, en la que niñas le dicen a sus madres que sus tíos, padrastros, abuelos, abusan de ellas y la madres eligen, deciden, pensar que son fantasías infantiles antes que asumir la dimensión del infierno en el que viven, o simplemente, aun sabiendo que es cierto, no “pueden” hacer otra cosa que perpetuar su misma historia. ¿Por qué no denuncian antes? Hace un tiempo, después de 40 años, una de las víctimas de Roman Polanski salió a hablar por primera vez. Y dijo que no había hablado antes porque sus padres aún vivían y temía la reacción de su padre. Corta el aire pensar en todas las cosas y personas en las que piensa una mujer antes de poder poner la carga donde debe estar, sobre los hombros del violador y no sobre si misma. Y eso a mucha gente no le parece insoportable. Y aunque las cosas parecen estar cambiando, todavía hay quien plantea el principio de Inocencia o el debido proceso como una forma de perpetrar ese deber implícito de callar, de adaptarse, de medir responsabilidades, de cuidar nuestro entorno, de calcular consecuencias. Puede ser imposible probar y condenar penalmente a un violador 20 años después, es verdad. El debido proceso y el principio de Inocencia juegan esta vez a favor del victimario y ese es un precio que como sociedad hemos estado dispuestos a pagar para evitar el riesgo de condenar a un inocente.
Sin embargo, una cosa es la imposibilidad de la condena penal y otra es el pacto de silencio. Porque el proceso por el cual una mujer o un hombre logran sanar después de haber sido sometidos al apremio físico, a la violación, a la tortura, no conoce plazos de prescripción ni de reglas de la evidencia. Y si le ha llevado 20 años juntarse y armarse para hablar, que sean 20 años, que sean 30, que sean 50. Porque los linchamientos virtuales a los que algunos tanto temen no se evitan desconfiando de las víctimas.
Escuchemos, sanemos también nosotros, aprendamos, volvamos a pensar lo que ya teníamos pensado. Eduquemos, eduquémonos, crezcamos. Aprendamos a ser mejores.
Muchas cosas de las que he oído me sacuden el alma. Un ser indescriptible decia por ahi que a tal o cual no la pueden haber violado porque es fea y el supuesto violador es un pintun. A ese señor solo le pido que no se reproduzca. También leí que las acusaciones le destruyen la vida a un ciudadano, sin ninguna prueba porque si ella lo acusa y el lo niega, es su palabra contra la de ella. Dé un pasito más y piense: qué tiene uno y otro para ganar y para perder y será capaz de ponderar el peso de cada afirmación. Y aun así tal vez no alcance para sustentar una condena penal pero si es suficiente para que abramos los ojos a la vulnerabilidad en la que muchas personas se encuentran. En las historias que hay detrás de los silencios que hay que empezar a romper.
He leído también, un poco en broma o un poco en serio, que la especie se extinguirá porque antes de iniciar el coqueteo va a exigirse un contrato firmado aceptando la relación. Y bueno, que quiere que le diga, si la especie piensa así, más vale que se extinga de una buena vez porque no estaríamos valiendo mucho la pena.
Podemos trivializar, podemos jugar a los políticamente incorrectos, a ponernos del lado de enfrente de los que hoy gritan #miracomonosponemos y mirarlos como a una turba enardecida. O podemos cambiar y que no hagan falta los gritos para que oigamos, para que abramos los ojos, la conciencia y el alma a lo que nuestros semejantes sufren en silencio por miedo a nuestras miradas y nuestros juicios. Para que algún día nadie tenga que esperar 5, 10 o 20 años para animarse a hablar.
A los jóvenes de mi vida, gracias porque ustedes me enseñan que hay otra forma de mirar.