Nueva York

La conocí de 20 años y se me metió adentro.

Con los años y las visitas la ansiedad del descubrimiento va dando paso a la magia del reencuentro: abandonar lo evidente para perderse en los detalles. Nueva York, como  Roma, capitales de los imperios de su tiempo, con el mundo hacia ellas, con el mundo dentro de ellas, con los todos caminos convergiendo, con los taxistas de miles de lenguas, con sus luces y sus olores, con sus ríos como Rubicones, con sus puentes como tentáculos.

Me siento en un rincón, café, lápiz, papel y Nueva York. No puede fallar.

No se que es la alegría como imbécil que me inunda cuando piso esta ciudad. Se parece al enamoramiento. Que es agresiva, dicen. Que está desmejorada. Que todo es apretado. Que hay colas para todo. No lo veo. Es como cuando te enamorás y donde los otros te dicen que es narigón y vos ves carácter, cuando dicen que es callado vos ves profundidad, cuando señalan terquedad vos ves tenacidad.

Tiene museos maravillosos pero me cuesta salir de la calle, dejar de caminar.

Me gusta conversar con la gente, como esos tres, sentados en el suelo desde la noche anterior para conseguir una entrada barata para una obra de teatro. Los tres quieren ser actores, vienen de otros estados buscando una oportunidad,  las mujeres son jóvenes y están terminando su carrera formal. El hombre tiene 40 años y acaba de descubrir que esto es lo que quiere. Me rei con el, tenemos casi la misma edad. El adivina mis pensamientos y me dice que nunca es tarde para perseguir un sueño. Parece la línea de algún libreto. Y si, Nueva York tiene eso. Les saco una foto para recordarlos, me despido deseándoles suerte con las entradas y seguí caminando en la mañana helada. El contraste del gris de estas primeras horas del día con los colores brillantes de las marquesinas es provocador igual que  el paraguas rojo de aquella muchacha, en el Central Park. Ella iba toda de negro, la tarde y los árboles del parque absolutamente grises y su paraguas rojo, como recuerdo de la existencia misma de los colores.

 Caminar por el parque, sentarme en una piedra, ver pasar a los neoyorquinos que comparten la ciudad y saben que son parte de las atracciones turísticas, un ícono más  en una ciudad hecha de íconos.

Me gusta verlos pasar, como aquel hombre mayor de gabardina, que lleva en una mano el vaso de café humeante y un portafolios viejo en la otra. Parece una postal de otro tiempo.  Como a la mujer que para un taxi, elegantemente vestida y  desabrigada para el día de hoy. Los perros que pasean dueños, los niños que pasean padres, los desamparados de siempre que viven bajo bolsas de nylon. Un pakistaní y un latino que  discuten airadamente en un inglés muy pausado la forma de realizar un trabajo en la fachada del edificio. La gente en el subterráneo. Una mujer que se sienta e inmediatamente saca de un bolsillo interior de su abrigo un libro, casualmente, de bolsillo. Todo el gesto es natural y  mecánico, una operación repetida cientos de veces. Alisa la oreja de la parte superior de la hoja y uno puede ver el cambio en las facciones mientras va entrando en la trama. No alcanzo  a leer el título, pero me gusta ver hilo que los une, mujer y libro, abstraídos en si mismos, indiferentes a las decenas de historias que se esconden en cada uno de los pasajeros del metro.

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