Ricardo Reis, prestame a Lidia un ratito.

Heterónimos. Ahí esta la clave. No es necesario esperar a tener todos los vivos muertos para poder decir todas las cosas. Heteronimos. Otros yo. O heteronimios, otros que no valen la pena. Ahí esta la clave del derroche de honestidad que campea en unos versos, de esas líneas llenas de verdades impiadosamente pronunciadas, las desnudeces todas expuestas sin remordimientos. Y cuelga otra sabana. Y surgen ahí los versos que, al instante, pasan a las indignas profundidades del olvido. Y alisa el pliegue. Y es por eso, piensa, que nadie reconoce a las grandes poetisas de antaño, porque las sabanas limpias se llevaron sus versos, ondeando como banderas de la patria de los quehaceres, y vuelan y vuelven las líneas del libro que acaba de leer, como si el espíritu rumiara aquella prosa, y esto también lo ha leído en algún lado. Cuelga una funda y piensa en Lidia. Lidia fue también ella alguna vez. Si Saramago se la robó a Pessoa también tiene derecho ella a pensarla por si misma, escapada, fuera ya de la breve historia de Ricardo Reis y se siente entonces como en la etiqueta de un viejo frasco de pulidor, sostenido por una alegre rueda de dementes que festejan tomándolo entre sus manos, como si en ella tuvieran el elixir de la felicidad. Una historia dentro de otra historia. Habrá nombres para eso, pero no le importan. Fue Lidia. Alguna vez quisieron algo de lo que pudo dar pero no a ella y no hay rencores. Fue Lidia sin esoterismos ni reencarnaciones, a su manera fue Lidia.

Y no quedará testimonio de estos pensamientos, una huella que en su lomo diga “colección de poemas” o “prosa completa” o, aun si fuera el caso “obra inédita”, que es interesante que una vez que eso dijera en algún lomo dejaría, por la lógica de los hechos, de ser inédita. Pero no, las de ella son líneas escritas en el aire, al sol de la mañana, entre el agua, el jabón y la ropa recién lavada. Versos y palabras que nunca sintió suyos, de algún lado los tomo prestados y quedaron, truncos de dueño en su memoria, prontos a ser pronunciados, como las palabras de Lidia que no pasan por la mente, mientras lidia Lidia con los baldes y lo trapos, brotan de sus labios por ignoto mandato. Y escucha sus pensamientos. Y reconoce en ellos un estilo también prestado, piensa con un acento que no es suyo, como cuando era niña y se le contagiaban las tonadas de los veraneantes venidos de otros lugares. Y dice cuando era niña y no cuando era chica, como es su costumbre. Ahí esta la cola también de este escritor con sus hojas recientemente hojeadas en una ojeada de sus ojos. Y piensa que los escritores saben de esas cosas, que cuando era niña está bien dicho, que viene a ser una medida del tiempo que ha pasado y, sin embargo cuando era chica no, no dice lo mismo. Cuando era chica representa un tema de tamaño, cuando era chica talle 42 con respecto ahora que tiene medidas de señorona. Pero ella sabe que puede pensarse en clave de plagio, con los acentos de otros y aun con sus mismas palabras sin mayores consecuencias que perder un día la noción de a quien pertenecen. Por eso no escribe. Por eso y para no tener que decir con Unamuno que si rechazan sus versos es porque no los comprenden. Por eso pone a salvo su obra y su estilo prestado escribiendo en el aire de la mañana, lejos del escrutinio de todos y de nadie. Y no se aflige por ello, porque sea prestado. Que sentido puede tratar de construir uno propio en un mundo en el que la gente se entretiene a fuerza de play satations.

Sabe sin embargo que posee algunas palabras, palabras capaces de arrancar emociones de los ojos, sabe que puede ejercer sobre ellas toda clase de actos de dominio y por eso las encierra. Y cuelga la ropa. Alguien habrá escrito ya su oda a la cuerda, a los palillos de la ropa, a la tabla de planchar, un Neruda u otro hombre de mirada sensible y atrozmente piadosa hacia el mundo doméstico, privado de sus alturas, poniendo halos sobre las mujeres con su guiso y con su trapo, una mirada que en el fondo dice pobrecilla o pobrecita, alejada de nuestro cielo de ideas elevadas, esclava encadenada al piso por el alambre de su brillo. Pobrecillos y pobrecitos ellos si aun creen que el pensamiento es cosa de bibliotecas y de claustros, de charlas profundas y sin embargo el pensamiento fluye con el agua que corre, esto también ya se ha dicho. Y por eso a los 86, otra Lidia se vuelve sabia porque aunque el mundo entero le fue negado lo tomo por el mango del sartén, por el yugo, por el piso de tierra y aprendió a verlo.

Y dejó las sabanas y volvió al libro donde conoció a un Ricardo Reis de segunda mano y empezó de nuevo, por la página 11 que es por donde el libro empieza. Y lo hace bajar de nuevo del barco, ese inmenso poder tiene en sus manos, y ahora donde dice que un hombre canoso, seco en carnes firma los últimos papeles, ya es un hombre, y no un sustantivo adjetivado como hace unos días. Porque Lidia ahora sabe cosas que antes no sabía.

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