El error
No sé si es porque estoy empezando una nueva etapa casi desde los cimientos o por las cosas que una lee en las redes, pero hoy me estuve acordando de mis primeros pasos en el Consultorio Jurídico, el primer contacto con los consultantes, con un expediente, con un juzgado. Me acordaba también de mis primeros errores, sobre todo de uno que me marcó para siempre y me salvó de otros.
Era casi fin de año, habíamos tenido unas semanas agitadas, tratando de dejar todas las carpetas en orden para que los estudiantes del año siguiente pudieran seguirlas o para las diligencias que hubiera que hacer en verano.
En esos últimos y convulsionados días me tocaba presentar un escrito en uno de los Juzgados de Familia de la calle Uruguay. Quienes han andado por ahí saben que son unos seis pisos de oficinas y salas de audiencia, bastante parecidos unos con otros. Los turnos no están consecutivos, ni tienen ninguna lógica: en el segundo piso estaban los turnos 23° y 24°, pero en el quinto piso los turnos 1° y 9° y en el sexto, 2° y 8°. El escrito era bastante intrascendente, unas observaciones al inventario, hechas más por práctica que otra cosa, en una sucesión absurda, en la que el único bien a dividir entre 6 era un terreno baldío que debía más de impuestos de lo que valía. De todas formas, para mí era lo que tenía que hacer y allí estaba para hacerlo. Cuestión que presenté el escrito y con eso dí por terminado mi año de práctica, lista ya para los últimos exámenes y recibirme. Aprobé la materia, festejé con mis compañeros y mis profesoras y, como buen pichón de abogada, me dispuse a disfrutar de la Feria Judicial. Como esta era más corta que el receso universitario, decidí quedarme durante el verano en el Consultorio para seguir “mis casos”. Me había encariñado con la gente, me sentía responsable por mi trabajo, no quería dejarlo ir hasta ver la cara del que lo tomaría en mi lugar. Unos días después de presentado el escrito, como parte de la rutina de procuración, fui al juzgado a ver el decreto del Juez y me di cuenta de que el escrito no estaba en el expediente. Volví a mi carpeta y verifiqué que tenía el escrito sellado como recibido. ¡Qué alivio! Volví al juzgado, pero el escrito seguía sin aparecer. Parece que me veo, mirando a la carpeta, como pidiéndole que me explicara lo que estaba pasando. Y de repente el corazón se detuvo y el sello me dijo a gritos lo que yo no me animaba a entender: había presentado el escrito en el piso de abajo. Gracias a que me había quedado siguiendo el caso, pude agarrar a tiempo el error y arreglarlo. Como decía antes, el escrito era bastante irrelevante y no tenía mayor incidencia en el desenlace. Lo que no tenía arreglo era como me sentía. No podía parar de preguntarme que hubiera sucedido si hubiera habido un plazo perdido por la distracción. Repasaba y no entendía cómo me había pasado algo así. Ese día, en el medio de un dolor de pecho insoportable, aprendí pequeñas cosas prácticas que nunca más olvidé, como, por ejemplo, el truco de “pedir dato” antes de presentar un escrito, para asegurarse de estar en el lugar correcto. Aprendí también que me iba a equivocar, muchas veces. Y que mis errores iban a ser algunas veces graves, aunque pusiera mi mayor diligencia, mi mayor compromiso. Pero aprendí también que los errores o, mejor dicho, las consecuencias de los errores pueden minimizarse si uno adopta una actitud diligente ante las cosas. Esa había sido, entre otras, una de las grandes enseñanzas que el Consultorio me habían dejado.
Cuando formamos profesionales, cuando formamos personas en cualquier disciplina, no debemos entrenarlos pretendiendo que sean infalibles. Debemos prepararlos para que, cuando el error llegue, y el error llegará, tengan tejidas unas redes de protección tales, que el daño quede contenido y reducido al mínimo posible. Y debemos prepararlos, prepararnos, para que ningún error sea en vano y hacer de ellos la base del constante aprendizaje, para nosotros y para los otros.