Tristán Narvaja
Fin de semana sin niños, nos despertamos al mediodía, miramos por la ventana, sol radiante y nos propusimos arrancar para Tristán Narvaja. Como quien planea alguna clase de deporte extremo del estilo de tirarse en tirolesa entre las torres del WTC, practicar caída libre desde el puente de las Américas o longboard a contramano en el Viaducto, pintó la idea de un choripan en el carrito. Es que, pasados los 40, debe haber pocas cosas más vertiginosas que un chorizo con picantina…
Normalmente soy reacia a la feria de Tristán Narvaja por varios motivos: el primero es que a la contraparte le gusta ir a Tristán Narvaja pero sin pisar Tristán Narvaja. Le fascinan las laterales, soleadas, atiborradas de gente y cachivaches. A mi me gusta más la parte de los libros y las casas de antigüedades. Cuestión de gustos.
Otro motivo para no querer ir con los niños es que el chico no entiende el sentido turístico del asunto y requiere salir de allí con alguna adquisición. Desde que pisa la feria comienza a querer todo lo que ve y lo mismo nos venimos con un juego trucho para el Play Station que con un conejo o una cotorrita australiana. La nena, en cambio, anda ahí, resignada y nos mira con condescendencia cuando le decimos: Mirá, mirá, así eran los teléfonos antes, mira la ruedita, mirá…
Hoy andábamos, entonces, con la única adrenalina del choripan que sellaría el paseo, mirando tranquilamente. Recordando, tratando de averiguar si las leyes del mercado se aplican a esta feria: existirá la más remota posibilidad de que alguien compre esos zapatos abollados, del tiempo de María Castaña?
Mi marido disfruta de ir conmigo porque mi ignorancia le permite hacer alarde de su conocimiento holístico y mostrarme para qué sirve cada pendorcho o artefacto que yace tirado sobre las lonas de la feria. A veces la pifia, como hoy cuando, parados frente a una cosa de varias puntas, me dice con suficiencia: es un espeto para asar el lechón. Ante mi carita descreída, el viejo lo corrige: No señor, es un para rayos…
Y así seguimos, entre cajitas de fósforos, tarjetas de teléfono, azulejos viejos, revistas, libros …Me acabo de dar cuenta que compré, por segunda vez, el libro agotado de Szafir y Venturini sobre Responsabilidad Civil de los Médicos, un detalle.
Me encontré con un mimeógrafo que no pude resistir oler, para transportarme a los aromas de la escuela…Recuerdo todavía aquellas hojas amarillas y el honor que era que la maestra te eligiera para dale vueltas a la manija.
Seguimos entre caireles, relojes, barómetros, balanzas y hasta una máquina tituladora de hilo con explicación incluida.
Sin embargo el objeto que más me conmovió fue un portarretratos, con la foto de una pareja, el vidrio cascado y la imagen algo estropeada. Desde allí, desde el piso de la feria, el hombre y la mujer miraban a la cámara con ilusión de eternidad y me llené de realidad y de tristeza.
Siempre creí que la única eternidad posible es la memoria, el recuerdo de alguien que le muestre a la muerte que no puede llevarse todo.
Qué pudo haber salido mal para que estos dos estuvieran tan cerca de la soledad?
Debí comprar la foto, ponerles nombres, imaginar su historia, sus logros, sus anhelos.
Me distraje con el hombre orquesta, que se contorsionaba con estruendo en una esquina y los empujé yo también, y sin quererlo, hacia las oscuridades del olvido.